Una recopilacion de historias que se me ocurrieron sin moverme de casa o a miles de kilometros de distancia, al anochecer y al amanecer.

lunes, 13 de agosto de 2012

MADE IN TAIWAN

-“Chopsticks ?

-“Yes, please” contesté, sonriendo al oír la pregunta.

El chico metió las pastas chinas y los palillos dentro de la bolsa del supermercado y salí a la calle. Llovía, no tanto como en Bangkok pero era una lluvia fina que acababa colándose hasta en los huesos, como en unos de esos días en París, en los que sólo apetece tirarse en la cama con una taza de café caliente y una buena película.

Saqué el paraguas que había comprado la víspera en un mercado del centro, al lado del templo de Longshan.

-“Menuda porquería de paraguas” pensé.

La víspera me había dejado convencer por los argumentos de la vendedora al abrirlo en la tienda, aunque fueran en chino. La señora había doblado las varillas de un lado para otro para demostrarme la calidad del producto y su resistencia a las corrientes de aire.

-“Otro cuento chino” añadí. Pero lo compré, porque las nubes amenazaban y no quería perderme el recorrido que había planeado para los próximos días. El paraguas aguantó sorprendentemente las ráfagas de viento que se colaban por las avenidas que iba cruzando hasta llegar a mi hotel. Tenía que reconocer que la antigua isla de Formosa, debía de estar perdiendo su fama de mayor productora de baratijas de mala calidad.

Subí a mi habitación y calenté agua para preparar los noodles mientras metía a toda prisa un par de cosas dentro de una bolsa. Seguí dándole vueltas al tema, había que ser chino para inventarse una comida rápida como ésta, pero al fin y al cabo de lo más sana. Verduras liofilizadas y alguna gamba flotando en la sopa. Pero aun así, alimentaba mucho más que una hamburguesa.

Un café rápido y me fui para la estación. Esa tarde me iba de excursión al Parque Nacional de Yanming en las afueras de Taipéi. Después de un par de cambios de tren que ya controlaba, cogí un taxi hasta la entrada del parque. La niebla se hizo más densa a medida que íbamos subiendo la montaña y el paisaje tomaba formas de acuarela. Las montañas que rodean la capital eran antiguos volcanes que seguían produciendo azufre en grandes cantidades. Los japoneses durante los cincuenta años de ocupación de la isla, habían implantado allí, una de sus tradiciones, los baños en piscinas naturales formadas por las rocas. El vapor que se desprendía de las laderas delas montañas daba al paisaje un aspecto fantasmagórico que sumía todo en una calma ajena a la gran ciudad.

Visité el parque casi a tientas, sabiendo, por la época del año en el que ya estábamos, que me había perdido el espectáculo de los cerezos en flor, tan celebrados por esas tierras. Con un par de días de sol, empezarían a salir todas las demás flores por turnos, así me lo explicó el taxista con sus cuatro palabras de inglés que le agradecí.

Terminada la visita, llegamos al establecimiento de baños japoneses. La chica de la entrada me enseñó las instrucciones en un cartel en la entrada. Por lo que entendí, no podía entrar con nada que pudiera contaminar el agua, para que pudiese conservar todos sus efectos terapéuticos. Nada,… ni siquiera un bañador… Me quedé pensando un par de segundos pero la idea de mostrarme en público como Dios me trajo al mundo, o casi, no consiguió quitarme las ganas de probarlo. Al fin y al cabo, todas las mujeres éramos iguales, o eso pensaba, y no me había recorrido todos esos kilómetros para dar media vuelta.

Entré en la primera sala donde tenía que dejar todas mis pertenencias. La chica me seguía, vigilando todos mis movimientos y hasta me pasó el champú y el gel de baño debajo de la ducha para comprobar que seguía al pie de la letra sus recomendaciones. El interior del recinto era bastante rudimentario, unas sillas de plástico para descansar en un porche y las piscinas al aire libre en las que cuando salí, me sorprendió ver a tantas mujeres. Con un rápido vistazo a mi alrededor, me di cuenta de que era la única europea del lugar y que ya me estaban mirando con caras atónitas. Un lugar aparentemente concurrido los domingos… Disimulé la poca vergüenza que me quedaba a esas alturas, y observé el ritual de una señora mayor con cuerpo de diosa de la fertilidad, para poder hacer lo mismo y pasar los más desapercibida posible. Me tiré un cubo de agua para acabar de lavarme los pies antes de entrar en la primera piscina, cuyo termómetro marcaba treinta y siete grados.

Sumergida en el agua blanquecina, tardé un rato en relajarme, nunca me había visto en una situación semejante, pero las demás mujeres de cuerpos blancos casi translúcidos parecían haber olvidado mi presencia y se pusieron a hablar en grupos, sentadas en las rocas sin pudor aparente. Comprobé una vez más lo que ya sabía, que el cuerpo perfecto, no existe, por mucho que intentaran convencernos las revistas. Todas tenían una particularidad que las hacia diferentes, incluso yo misma y aún más por esas latitudes. El mito moderno de las perfectas curvas femeninas, tenía aquí otras formas y a nadie parecía importarle.

Cerré los ojos un momento y me dejé llevar por el sopor que me producían los vapores del baño. Notaba como me caían gotas de lluvia en la cara y la música china de fondo acabó por sumirme en un estado meditativo. En ese momento, intuí, que si algún día me perdía y no volvía, que lo más probable fuera que me encontrasen aquí, en un eterno remojo, o quizás, debajo del edredón, de una habitación de hotel, en un cuarto piso inexistente de un edificio de Taiwán.




Taiwan, 22 de Abril de 2011 

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